domingo, 13 de mayo de 2012

Los carroñeros

Definición de carroñero: el que se alimenta de los restos de lo que cazan los demás, incapaz de conseguir, por sí mismo, el alimento.
Ejemplo: la hiena, a quien además le hace gracia, por lo que se ríe constantemente. Y el  buitre, quien se viste como político para pleno extraordinario. Ambos son estereotipos que podemos encontrar a nuestro alrededor, sin selvas ni bosques.

Esta novela versa sobre carroñeros sexuales, los que roban lo que otros han cazado, así como los que se contentan con lo que otros descuidan. El protagonista, un abogado de divorcios, es el claro ejemplo de hiena, aunque hay otros buitres junto a él.



CAPÍTULO I


Un bostezo prolongado indicó el inicio de un nuevo día. No era casualidad que se tratase de un sábado, ni tampoco que la habitación de Enrique estuviera en la más completa tiniebla, ni que oliera a mezcolanza de sudores, ni que uno de los ocupantes de la cama fuese una mujer. Era lo normal de un sábado: sexo, alcohol, una fémina  del flanco derecho, y el dolor de cabeza de Enrique. Todo esto se solía repetir los sábados o domingos, si bien no resultaba inusual un miércoles o jueves.
Un ojo semiabierto atisbó los números del reloj. Eran las diez y media, la hora idónea para levantarse, despabilar a la mujer, aplicarse en no equivocar su nombre, decirle que tenía que trabajar, y llamar un taxi que se la llevase. Antes de comenzar la rutina, Enrique hizo memoria. Era la señora Salgado, al menos hasta la tarde. Ya que tocó la cama, tuvo también nombre de pila: Carmen. Era pues: Carmen Salgado.
Carmen se estaba divorciando de un tipejo de dinero; un fulano que tenía la firme disposición de no soltarlo. Pero Enrique era experto en divorcios, un águila en tal campo. El pobre quedaría sin zapatos, calzones y todo lo que pudiera ser vendido. La sentencia estaba próxima, por lo que él preparó el último encuentro sexual, el que precedía al cheque. Cobraría bien, al haber de dónde; y no asentaría las sesiones en el lecho, pues eso era la propina con la que gratificaba a  clientes especiales.
No deliberaba con todas las clientes en la cama. Enrique no tenía mal gusto, y seleccionaba con minuciosidad a las que recibirían otra diligencia además de la profesional. Carmen era digna de un hueco en la agenda, como también...
-¿Cómo se llama la de mañana? La señora Domínguez. Pero... su nombre es... Angélica.
Miró a su lado. Carmen dormía plácidamente. Ella estaba convencida de que había hecho buena elección con aquel abogado. No solamente llevó bien su caso, sino que le estaba ayudando, sexualmente, a reponerse de su abatimiento. Tres meses de melancolía pueden ser angustiosos. Pero él, desde que lo contrató, disipó la nostalgia de los crepúsculos, y la decepción de verse sola cada mañana; dándole, en eventuales fines de semana, bases para no desesperar. Por eso dormía a pierna suelta, porque estaba en buenas manos. Además, la noche anterior le había puesto éstas en todas partes, llenándole de acariciantes dedos. Cobraba caro, ciertamente; sin embargo, lo valía. No lo consideraba un galán sublime; pero cuidaba su físico, además de no ser mal parecido. Y un varón, de poco más de treinta, no viene mal cuando se han cruzado los cuarenta.
-Creo que será la última cita - pensó Enrique-. Luego, es difícil que se vayan. 
Se puso en pie, y despertó a la bella durmiente. La mujer se desperezó.
-Es hora de irnos- propuso él.
-¿A dónde?
-Yo: a mi labor. Tú: a casa, supongo-. Le costó esfuerzo tutearla. Normalmente prefería usar la reverencia inclusive en la cama, para no errar en las audiencias.
-¿No pasaremos el día juntos?
-No, me temo que no-. Él buscó los pantalones bajo la cama-. A pesar de ser sábado, yo tengo casos que atender. Es el día idóneo para hallar a la gente en sus domicilios. Debo hacer unas preguntas y...
Descubrió el vestido de ella bajo el pantalón. Lo colocó sobre la cama, para que Carmen supiera que la instaba a vestirse. Siempre se resistían. No podía decir que las embrujase, pero eran reincidentes en su mayoría, queriendo pescar otro hombre antes de estar legalmente separadas del anterior. Pero él persistía en sus férreas normas: cama sí, y nada más. Y lo de la cama, mientras ellas fueran sus clientes. Acabada la relación contractual, no toleraría una de otro tipo.
-¿Cuándo nos volveremos a ver?
-El miércoles es el veredicto. Nos veremos en el tribunal.
-¿Y... aquí?
Carmen se había incorporado, renuente a vestirse. Había dado un puntapié a la sábana, luciendo su anatomía. Estaba bien manufacturada, muy bien para los cuarenta, y sabía explotar sus encantos. No exclusivamente era coqueta, sino que conocía el arte del sexo. Tentaba..., mas él no cedía en sus convicciones.
-Quizá... el mismo miércoles-. Él vislumbró el cheque-. Pero, ya no nos contactaremos con frecuencia- no quiso sugerir un jamás.
-¿Por qué?
-Porque ya no hay motivo para que te ocultes de tu esposo. Si te metes en cualquier motel, con el primero que pase,  nada podrá decir él.
-Eso ya lo sé. Pero... ¿nosotros?
-Nada de nosotros, amor mío, que no somos pareja de tenis. Quedó precisado, desde el principio, que yo ayudaría a sobrellevar tu soledad, no a paliarla para siempre. En eso quedamos, y ahora... eres libre para elegir compañía.
-¿No me digas que vamos a terminar así como así?
-No, eso no-. Él nunca cancelaba alternativas-. Nos veremos, pero no con la asiduidad de estas semanas.
-No han sido tantas veces.
Enrique fue a la cocina, y se puso a calentar café. Aquello sería lo único que desayunarían en su departamento Y consumido el café, seguía la puerta.
-Imagino que hay otras aguardando.
Carmen apareció a su lado. Seguía desnuda, renuente a vestirse, y más aún a irse. Se situó tras él, pegando el generoso busto contra su espalda. Comenzaba lo que él más odiaba: la terquedad en mantener un vínculo que estaba agonizando. ¿No entendían que se prefijaba un periodo, igual de regulado que la liga de fútbol? ¿Ella sería capaz de demandar una segunda oportunidad a la Federación?
-Sí, ya lo sabes. No sé por qué se casa tanta gente, si no tardan en divorciarse. Yo sigo soltero, para no verme en el banquillo.
-¿Y te acuestas con todas?
-¿Me crees con tal mal gusto?- Eso era manifiesto, aunque también que no todas le aceptaban extraoficialmente-. Si conocieras a mis divorciantes... Además, las semanas tienen siete días, y yo trabajo cinco.
-¿Y mañana?
-Voy a Encinos a visitar a mi madre. Lo hago casi todos los domingos. ¿Quieres café?
-No. Voy a darme una ducha, y arreglarme. Veo que no obtendré nada hoy. Al menos, podrías reservarme los viernes.
Enrique viró en redondo. Ella salía de la cocina. Levantó un brazo, como saludando desde el tren, y movió los dedos. Era el final del trayecto, de modo que cada quien por su lado, para no hacerse líos.
-Santos- farfulló, con una risita.
-¿Qué dices?- preguntó ella, ya ante la puerta del baño.
-Que te reservo los Viernes Santos. 
                                                 *        *        *        *
-¡Qué pesada!- rugió al azotar la portezuela del taxi-. No supuse, al conocerla, que fuera tan plomiza.
Al fin había subido a su taxi, lanzado mil besos por la ventana, y pedido los siete próximos viernes. A Enrique le sonó a novena, rosario o algo conectado con la iglesia, pero era evidente de que no significaba rezar juntos. Él le aseguró que le asignaba el miércoles, al ser la fecha de recepción del cheque. Ella no lo soltaría a no ser en la cama, después de profundos jadeos, y cuando se le aflojaran involuntariamente los dedos. Y tendría que otorgarle un par de entrevistas más, mientras ella se ambientaba y conocía a otro.
-Es que soy como un padre- estableció.
Estaba vestido de calle, con el portafolio en la mano, listo a litigar. Cuando el taxi dobló la esquina, esperó un par de minutos y retrocedió al portal.
-A descansar, Enrique- susurró-, que esta noche toca...  Angélica- entornó los ojos-. Angélica, Angélica. Voy a memorizarlo, porque seguro que se molestará, si le llamo otra cosa. Si todas mis clientas se llamasen María, me evitarían problemas. Por supuesto que las que no visitan mi colchón, no se molestan si les digo Sra. Pérez y es la Sra. Rodríguez. Pero las de cama, por tarifa simple, quieren que uno se aprenda su nombre.
Se detuvo ante el buzón, y lo abrió. Probablemente la carta habría llegado el viernes, ya que los sábados los carteros se vuelven ingleses. La enviaba su madre, desde Encinos, el pueblo al que ella tenía un cariño que él no conseguía comprender. Ella no era de allí, y él, en cambio, sí; pero su madre lo adoraba, y a él le daba nauseas cada ocasión que tenía que ir. Pero... cuando no quedaba otro remedio…
-Como yo no quiero que ella venga, me jodo y voy al pueblo. Hace rato que no voy, en efecto. Algo así como... cinco años. Bueno, pero ella vino en Navidades.
Rasgó el sobre, apenas cerró la puerta, y dejó el portafolio sobre la mesita de centro. Se sentó en el sofá, cogió el teléfono, e hizo la llamada de los sábados por la mañana. Según oyesen su voz, los del bar de abajo sabrían que desayunaría en la cama. Se pondría la bata, y vería el televisor hasta el mediodía. A esa hora saldría, comería algo, regresaría a reposar, y se dispondría a acoger a...
-Angélica- musitó-. Es la tercera  vez que viene. La pobre precisa de alguien en quien confiar. La velada pasada se puso latosa con lo de engañar a su esposo, mientras éste fuera aún su esposo.  Es que son... Y un instante después, no sabes cómo quitártelas de encima. Lo de siempre- dijo por el auricular-. No ayer no... No sé de dónde sacáis vosotros que me ando encamando a todo el mundo. Fue de copas.  ¿Y por qué carajo te cuento yo mi vida? Bien, bien, sea por el servicio a domicilio. Cuarenta años, a punto de estar libre, buenísima y... una fiera. ¿Que si tengo suerte? ¿No pensarás que les libro de las garras del marido, y ni siquiera voy a investigar si el tipejo tenía razón con lo de que era frígida? Yo soy un profesional, y tan sólo creo en las pruebas. ¡Qué frígida ni que...! Una fiera. Bueno, ya súbeme el desayuno. Hombre, si la leche es de hoy, te cuento, al menos, como estuvo el primero. ¡Claro que hubo más de uno! ¿Crees que soy un impotente como tú? Sube veloz, que tengo hambre. Lo de siempre. No entiendo por qué preguntas.
Colgó, y se dedicó de nuevo a la carta. Todavía no había llegado a la mitad de la primera página y eran tres. El camarero del bar de abajo estaba pendiente de sus conquistas. Él no las tuvo ni en su mocedad. Y ahora... con cerca de setenta...
-Que hubiera estudiado Derecho, y especializado en divorcios. Veamos...
Se  enfrascó en la misiva de su madre.
-Pues estaba muy buena- dijo-. Se tratará de ella, pues no conozco otra Matilde. Y él será el imbécil que se la andaba calzando. ¿Y por qué me invitan a la boda? ¡Ah, sí, ya recuerdo!: su padre era primo de mi abuelo, o el tío, o... lo que sea. Pero lo esencial es que estaba muy buena Matildita.
Se puso a reflexionar sobre ella. Era algo más joven que él, unos dos o tres años. Era alta, esbelta, con bonitas facciones, al menos en la juventud. No la había visto desde que dejó el pueblo. Las pocas veces que fue a cumplir con su madre, apenas salió de casa, escabulléndose a San Pedro lo antes posible. Su madre insistía en que visitase a los amigos, pero él no tenía un amigo en Encinos. Si acaso conocidos, y eso antes de que sobresaliese, porque en la actualidad no contaba con tiempo para hacerlos o conservarlos.
-Vengo a verte a ti- le repetía a su madre-, no a los demás. Las horas que esté aquí, las pasaré contigo, por las semanas que no te veo.
Eran meses de ausencia, virtualmente años, pero su madre no le corregía. Se contentaba con que el hijo estuviera esporádicamente a su lado, y no únicamente le enviase dinero con puntualidad.
-Estaba muy buena- dijo-. Yo andaba a ver si, pero... - pestañeó con tristeza- en Encinos no me hacían ni caso. Y cuando terminé la carrera, ya no me importó verificar si algo había cambiado. Así que Matilde...  Y cabalgaba bien.
Tocaron a la puerta. Era Marcial, el camarero, el anciano ávido por saber lo que ocurrió la noche anterior, en su cama. Le contaría dos verdades y mil mentiras, para que el hombre quedase satisfecho.
-Su desayuno, jefe. Lo necesita, porque es notorio que anoche echó el resto.
-Y esta noche... - dio un soplido-. No sé si aguantaré el ritmo. ¿No podrías ayudarme?
-¡Qué más quisiera yo!- Marcial entró hasta el cuarto-. Me queda evocar y ver. Para joderla, de la mitad no me acuerdo, y ando mal de la visión. De manera que...
-... a oír. Pues te cuento, mientras desayuno.
-Un poco nada más, porque tengo que bajar.
-Los detalles principales.
-Me pone los dientes largos, y suspende el relato en lo más emocionante.
-Es en favor de tu salud. ¿Qué tal si te da un infarto?
-Mejor escuchando sus embustes que las verdades que me suelta, en casa, mi esposa.
-Nada de embustes, Marcial. Con un poco de aderezo, pero tan verídicos como la vida misma.
-Pues será la suya, porque la mía... A no ser unas golfas, antes y después de casarme, no ha habido mucho más.
-Y ya es tarde para enderezarla.
El camarero hizo un guiño, al captar la diplomática mención a su libido moribunda.
-Al grano - ofreció Enrique.
El abogado se sentó ante la mesa de la cocina. El camarero lo hizo frente a él.  Ya conocían sus puestos, pues era habitual la narración en el desayuno. Luego, Marcial les contaría a otros parroquianos, a los de confianza, las aventuras de Enrique.
-Ella me dijo que hacía casi un año que no tenía sexo – narró el jurisperito, con la boca llena-. Y ya le urgía. La traje aquí, para que no se sintiese tensa, como en el despacho.
-¿Era la primera vez?
-Sí – mintió-. Antes, en el despacho, nos dimos unos besos.
Enrique alargó los labios, y continuó masticando. El jefe de Marcial sabía que éste tardaría en bajar. Le disculpaba, porque llegaría con una jugosa narración. Quizá no fuese cierta, pero, sin duda, rebosaría colorido.
-Apenas abrí la puerta, ella se me lanzó encima – continuó Enrique.
“Me dijo que hacía un año que no la tocaba un hombre. Su esposo y ella no dormían juntos, y él no hacía nada si estaban despiertos. La señora Salgado aún es joven, y sufría por la carencia de sexo. Y no quiso buscarlo en la calle, por temor a lo que pudiera hacer su esposo, si la descubría. No me dejó respirar, al apretarme contra la pared del vestíbulo. Su mano izquierda estaba en mi garganta, para que no pudiera esquivar su boca. Con la derecha me palpó los genitales. Notó que yo estaba excitado”.
Enrique metió en la boca, apresuradamente, una porción de huevo revuelto con jamón. Un segundo antes, había dado un sorbo al jugo de naranja. Marcial babeaba, y mantenía los ojos muy abiertos, fijos en el rostro del abogado. Éste continuó:
“Le dije que me dejase respirar, y, entonces, se deslizó por mi cuerpo, y se puso de rodillas ante mí. Yo sabía lo que buscaba, ya que comenzó a deslizar la cremallera de la bragueta. Le ayudé, soltando el cinturón. Iba a bajarme el pantalón, pero ella ya se había apoderado de mi socio, y lo estaba manoseando. Antes de que yo pudiera protestar, lo metió a la boca”.
Enrique metió otra porción de huevo revuelto y lo masticó sin prisa. Marcial cerró la boca, pero para abrirla de inmediato, y decir:
-Una mamada. Le hizo una mamada.
-No completamente – le corrigió Enrique-. Era el calentamiento. No es que yo lo necesitase, ya que tenía muchas ganas. Hacía tres días que no estaba con una mujer.
-Yo hace como cuatro semanas que no hago nada con mi esposa. Todas las noches le duele la cabeza.
-Pues hazlo al mediodía.
-Le dolerá la espalda. Así que era sólo calentamiento.
-Sí. Como digo, no lo necesitaba, pero la señora Salgado pensó que me vendría bien.
“Ella notó que aquello estaba firme, por lo que se puso en pie y se dirigió a la sala. Yo permanecía un poco en el vestíbulo, recobrando el aliento. Ella, mientras caminaba, iba dejando prendas a su paso. Cuando entró en la sala, estaba ya en sujetador y braga. Yo fue lentamente. Me detuve en el umbral, y allí me desnudé. Ella se quitó en sujetador y la braga, mirando hacia mí, y se acostó en el sofá. Lo hizo en un extremo, poniendo las piernas sobre el brazo del sofá, abiertas”.
-En el sofá – babeó Marcial-. El mío únicamente sirve para ver la tele. Yo, ya desnudo, me acerqué a ella. Me colocó ante el sofá, entre sus piernas. Me arrodillé, y metí la cabeza en medio de ellas. Estaba jugoso.
Enrique dio un sorbo a la naranjada. A Marcial se le escurrió la baba por el lado derecho de los labios. Estaba paladeando el jugo de la mujer, al menos en su mente.
“Atraje sus piernas, de manera que su trasero saliera del sofá. Mientras le sorbía el jugo, le metí dos dedos en el ano. Ella elevó todo su cuerpo, y lanzó un gruñido. Yo le pregunté:
“-¿Te he hecho daño, cariño?
“-No, nada de eso. Méteme otro dedo más. “
Marcial comenzó a sudar y a tragar saliva. Enrique aprovechó el receso, para probar el café. Solía llegar casi caliente,  pero él lo tomaba frío. Debería pedirlo con hielo, pero se le olvidaba. Contempló al camarero. Éste había olvidado que abajo lo esperaban. Tras saborear el café, el abogado prosiguió:
“Con una mano le frotaba el clítoris, mientras con la otra empujaba hacia arriba. La lengua la tenía ocupada en chuparle la vagina, así que no podía hablar. ¿Y qué iba a decir? ¿Qué se le dice a una mujer que ha estado un año sin un orgasmo decente?”.
Marcial movió la cabeza a los lados. ¿Qué carajo sabía él lo que se le dice a una mujer en tales circunstancias? A la suya le decía que parecía una estatua del parque; que follaba menos que las monjas de clausura, y que parecía una cacatúa, porque se quedaba dormida a medio palo.
“Ella se puso a gritar como loca. Iba a decirle que se callase, porque las vecinas tienen buenos oídos, pero consideré que era lo lógico después de tanta abstinencia. Por ello, seguí en el mío, esperando el momento de actuar a fondo”.
-¿Más a fondo? – Preguntó Marcial-. ¿No tenía tres dedos dentro de su trasero?
-No sabes de esto, Marcial. Bueno, prosigo.
“Ella comenzó a gritar que le llegaba, que no podía aguantar, y movía las piernas como si quisiera volar. Intentó cerrarlas, y aprisionar mi cabeza entre los muslos, pero yo dejé de acariciarle el clítoris, y agarré una de sus rodillas, que empujé hacia la pared. Movió los dedos que tenía en su orificio oscuro, y ella elevó el trasero aún más. Se puso a frotarlo contra el brazo del sofá, a la vez que se pellizcaba los pezones con ambas manos. Le llegaba el orgasmo, y yo seguiría allí mientras ella gozase”.
-¿Y usted? – Preguntó el camarero-. ¿Es usted un consolador?
-Sí, con patas y parlante. Yo esperaba para actuar.
“Ella se volvió loca, elevando el trasero, bajándolo, frotándolo contra el brazo del sofá. Se pellizcaba los pezones, y tenía la cabeza hacia un lado, echando baba en el sofá. Me lo dejó bien viscoso. Yo supe que estaba a punto de terminar su orgasmo, cuando disminuyó el frotamiento contra el sofá. Además, elevaba el trasero, para que yo sacase los dedos de su ano. Era el momento de actuar”.
El camarero se pasó la bayeta sucia por la frente. Seguro que la usó para limpiar algunas mesas; pero, con los nervios, se le olvidó. Sudaba, y respiraba agitadamente, como si él estuviera en acción. Enrique había terminado lo del plato y el vaso de naranjada, y saboreaba el café casi frío.
“La agarré de las piernas, hice que diera media vuelta, y que pasase de mi lado. La empujé contra el brazo del sofá, sobre el que colocó su vientre, y le abrí las piernas. Ella sabía lo que seguía, por lo que gritó, como loca:
“-Destrózame, destrózame”.
-¡Vaya puta! – Exclamó el camarero-. Por eso la dejó su esposo. Bueno, a mí no me importaría encontrarme una como ella. Al menos… de vez en cuando.
“Apunté con mi socio, a la cueva en tinieblas. Yo tenía unas ganas enormes. Sabía que no tardaría nada, pero que sería intenso, bestial. Cuando entré en su ano, ella cerró las piernas. No protestó, y no quiso que yo pudiera salirme. Le pasé las manos por delante del vientre, entre éste y el sofá, y la atraje con fuerza. Mi compañero de fatigas entró hasta el fondo…”
-¡Ah, por eso dijo a fondo! Se lo metió por el trasero. ¡Es usted un salvaje!
“Le encantó recibirme por allí. Su vagina ya había recibido la ración correspondiente, por lo que le tocaba a su segundo orificio. Una vez que me acomodé, me moví despacio, para no explotar de inmediato. Me costaba trabajo, porque había sido bastante calentamiento. Pensé que tenía que pagar unas facturas, para distraer mi mente. Pero ella comenzó a gritar, animándome:
-¡Destrózame, destrózame!
“No podía aguantar mucho más. Noté que haría erupción en un momento, por lo que baje mis manos, de su cintura hasta su pubis, y la elevé, a la vez que la apretaba contra mí. Ella se puso de puntillas, y empujó hacia atrás. Me quedé bien dentro, al máximo, y descargué como loco, con los ojos cerrados y apretando los dientes. Ella seguía dando gritos, y pidiendo que la hiciera pedazos”.
Enrique se reclinó en la silla, como si lo que narraba ocurriese en ese momento, y él estuviera cansado. Marcial volvió a pasar la franela por la frente. Tragó saliva, y se quedó mudo, por un instante. Luego, se puso en pie, y retrocedió hacia la puerta. Desde el umbral, listo para irse, dijo:
-No sé si será verdad o mentira, pero… ¡la puta, señor Enrique, que es usted mi ídolo!
-La pura verdad. Marcial. ¿Por qué iba a mentirte?
-¿Y la de hoy… es igual? ¿Ya se la ha tirado?
-No- mintió-. Pero me huele que a ésta le gusta algo menos salvaje. Estoy pensando en cubrirnos el cuerpo de aceite, y en el suelo… ¿Sabes lo difícil que es el sexo si los dos están llenos de aceite?
-No tengo la menor idea. Y si se lo propongo, a mi esposa, me da aceite, pero con la sartén, y en la cabeza. Me voy, porque el jefe… A ver cómo se lo cuento. Yo no soy bueno para las historias.
Marcial se fue. Enrique, al quedarse solo, sonrió. Marcial no le creería, pero no necesitó inventar nada. La señora Salgado le recibió por el lado oscuro, apenas llegaron al apartamento. Luego… hubo más, y por todas partes. No había carecido de sexo por un año, sino tres meses, según ella. Así que pidió uno por mes.
-Y quería más, por la mañana.